Miguel de Unamuno estudió filosofía y letras en Madrid y se dedicó a la enseñanza en Bilbao hasta que, después de viajar por Italia y Francia, en 1891, obtuvo la cátedra en lengua griega de la Universidad de Salamanca. En esta época trabó amistad con Ángel Ganivet amistad que duró hasta la muerte del escritor granadino y de la que dan fe las cartas publicadas recogidas en El porvenir de España (1912).
En 1900 fue nombrado rector, cargo en el que cesó en 1914, al mismo tiempo que se encargaba, además de la de griego, de la cátedra de filología comparada del latín y el castellano. Con otros intelectuales españoles, realizó en 1917 un viaje al frente de la guerra austro-italiano, invitado por el gobierno de Italia. A su regreso fue elegido concejal de Salamanca y poco después 1921 vicerrector y decano de la facultad de letras, cargos que desempeñó hasta 1923. Mostró su oposición a la dictadura de Primo de Rivera en escritos y discursos, lo que ocasionó su confinamiento en la isla de Fuerteventura (Canarias). Residió allí desde febrero hasta el 9 de julio de 1924 fecha en la que se evadió y pasó a Francia, permaneció más de un año en París y en 1925 fijó su residencia en Hendaya, hasta que cayó la dictadura (1930).
Después de instaurarse la República (mayo 1931) fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca; diputado por Salamanca en las cortes constituyentes y presidente del consejo de Instrucción Pública. Jubilado en 1934, se le nombró rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, creándose una cátedra con su nombre. También había sido nombrado doctor honoris causa por Grenoble (1934) y Oxford (1936).
Ya en su etapa de juventud, mostró una inclinación a valorar el carácter existencial de los hechos, empezando por la realidad del propio yo. Se ha observado que la experiencia de la muerte de su hijo debió de contribuir mucho a que sintiese ese fondo sustancial del propio ser como una desesperada pero inapagable sed de supervivencia personal más allá de la muerte. Lo “escandaloso” de este giro estaba en que revestía nada menos que la forma de una vehemente reinserción en el cristianismo. Sin embargo, no se trataba de una vuelta a la sencilla fe de una niñez, sino de una actitud igualmente alejada del simplismo de los racionalistas ateos como del simbolismo de los católicos romanos, que juzgan demostrables las bases de la fe. Una fe que contra toda racionalidad, se afirma como un grito incontenible, como un vibrante “resucitemos a Dios”, contrapuesto al nihilista “Dios ha muerto”. Esta nueva y definitiva postura, que asoma en sus dos primeras obras importantes En torno al casticismo (1895) y Paz en la guerra (1897), estalla en varios artículos del año 1900 y luego va enriqueciéndose a través de la novela Amor y pedagogía (1902) y de una serie de ensayos que culmina con Mi religión (1907) y con el extenso Del sentimiento trágico de la vida (1912) su obra cumbre.
El gran motivo unamuniano del conflicto interior entre la razón negadora y la fe, entendida como una apasionada “hambre de inmortalidad” y no como una fría creencia intelectual, se combina con la aceptación religiosa, de Cristo, no tanto para redimirnos del pecado cuanto para asegurarnos una supervivencia personal, anímica y corpórea, como “hombres de carne y hueso” que somos y queremos seguir siendo.
Esa temática fundamental reaparece una y otra vez en los escritos posteriores, pero ya con muy pocos desarrollos, incluso La agonía del cristianismo (1924) no es más que una versión más breve y concreta del contenido de aquella obra capital. Sin embargo, estará aún presente en sus obras poéticas, Rosario de sonetos líricos (1912), El Cristo de Velázquez (1920) y Rimas de dentro (1923) así como también hábilmente engarzada con el otro gran tema unamuniano de la difícil convivencia y comunicación entre las personas, en sus dramas Soledad (1921) y El otro (1926) y en sus novelas Abel Sánchez (1917), La Tía Tula (1921) y San Manuel Bueno Mártir (1933).
Buen conocedor de la lengua, acuñó en todos estos géneros un estilo personal inconfundible, extraordinariamente eficaz a causa de su misma desnudez y a veces incluso agresivo e irritante, como cuando pretendió despertar a los españoles de su “modorra espiritual”. Éste es el tomo con que se dirige tanto a quienes querían renunciar al pasado histórico como a quienes se aferraban a él. También en éste su actitud resultaba paradójica, al esforzarse por rescatar de unos y de otros el “fondo intrahistórico del pueblo español”, la verdadera y valiosa esencia de España, que ve encarnada en la figura de Don Quijote, que, según él, debería “españolizar” a la escéptica Europa con su profundo sentido trágico de la existencia (Vida de Don Quijote y Sancho, 1905). Del resto de la obra de Unamuno cabe destacar: los ensayos De la enseñanza superior en España (1899), Soliloquios y conversaciones (1911), Contra esto y aquello (1912), Andanzas y visiones españolas (1912); las novelas, Nada menos que todo un hombre (1916), Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920); la obra poética recogida en Poesías (1907), Teresa (1924), Romancero del destierro (1928) y en dos volúmenes póstumos: Cancionero (1953) y 60 poemas inéditos (1958); las obras teatrales La esfinge (estrenada en 1898), Fedra (1921), Medea (estrenada en 1933). Sus Obras Completas acabaron de publicarse en 1962, aunque continúan apareciendo manuscritos inéditos.