Pintor cretense, característico de la última fase de manierismo. Desarrolló en Creta un periodo inicial de formación según los conceptos dominantes en la pintura bizantina que junto al empleo de los fondos de oro y la técnica del temple de huevo, presentaba una iconografía tradicional desarrollada con hieratismo en las composiciones y un paisaje convencional.
Es impreciso el momento en que El Greco salió de su tierra para establecerse en Venecia, pero son evidentes su estancia en esta ciudad y sus contactos con los grandes pintores de la escuela veneciana, en particular con Tiziano y Tintoretto. Se trasladó a Roma en 1570 protegido por el miniaturista macedonio Giulio Clovio, quien lo recomendó al cardenal Farnesio, pero no halló aquí ambiente propicio, por lo que hacia 1576, pasó a España, atraído quizá por la posibilidad de trabajar en El Escorial.
En esta etapa italiana son múltiples las dudas y los problemas suscitados por las muchas obras que se le han atribuido. Algunas son probables, como el políptico de la Pinacoteca de Módena y otras son seguras, como la Expulsión de los mercaderes, La Curación del Ciego y algunos retratos como los de Giulio Clovio y de Vicenzo Anastasi que le muestran en pleno dominio de su arte. Al llegar a España es posible una estancia en Madrid con anterioridad a su establecimiento en Toledo y a esta fase podrían corresponder algunos cuadros firmados por letras griegas mayúsculas, como en su etapa italiana.
A partir de 1577 en que inicia la realización de los tres retablos de Santo Domingo el Antiguo, se hallaba establecido en Toledo, ciudad que habría de influirle decisivamente, pues si por su educación artística El Greco es mas italiano que español, es indudable que en ningún sitio fuera de España, ni quizá fuera de Toledo con su atmósfera religiosa e incluso mística, hubiese podido desarrollar su espiritualidad característica. Aunque Madrid era la residencia de la corte de los Austrias desde 1561, Toledo continuaba siendo el centro cultural del país, el foco de la vida religiosa y literaria y la residencia de muchos de los más destacados intelectuales de la época con muchos de los cuales El Greco mantuvo amistad.
En este ambiente inicia la serie de sus obras monumentales, las que van marcando su evolución que con el efectivo aislamiento pictórico en que se hallaba, le conduciría a resultados que le hubieran sido imposibles en Italia o en los círculos italianizantes de El Escorial. Entre 1577-79 realizó el Expolio para el vestuario de la sacristía de la catedral de Toledo, admirado ya por los contemporáneos pese a ciertas impropiedades iconográficas que se le achacaron; sobresale por su monumentalidad clásica, la soltura de su expresión y la valentía de sus escorzos, aunque su composición sea algo confusa.
En 1579 Felipe II le encomendó el San Mauricio para El Escorial realizado en 1580-82 con gama fría, en la que predominan los amarillos y azules y algunas pervivencias medievalistas. No satisfizo al monarca y con ello se cerró para El Greco el círculo cortesano escurialense y quedó limitado en lo sucesivo a Toledo, donde poco después pintó su obra maestra el Entierro del Conde de Orgaz, con una impresionante serie de retratos, bien observados en lo psicológico y en lo fisco, en el sector bajo y cierta acritud y violencia en la interpretación de lo celestial con un nuevo sentido espiritualizado en la parte alta.
En las etapas siguientes, El Greco se lanzó decididamente hacia una fuerte expresividad, hacia una intensa concentración piadosa y de espiritualismo que le hizo penetrar de lleno en el ideal místico que agitaba la conciencia española. Son frecuentes ahora los cuadros devotos con novedades iconográficas y abundantes éxtasis y arrebatos místicos.
El artista se fue emancipando cada vez más de la realidad empírica y se orientó hacia un estilo completamente visionario y espiritualizado, con rostros apasionados y cuerpos de sutil estructura que cada vez se alargan mas, apartándose de lo sensible para crear un mundo propio e ideal. Su colorido, lejos ya de las riquezas venecianas, se limita a una escala relativamente reducida y carece casi siempre de matizaciones, apartándose con sus agudos contrastes, de las armonías cromáticas establecidas por el Renacimiento. Prefería los colores duros, azules fríos, amarillos y verdes penetrantes, malvas y violetas, que se convierten en soportes de la luz, en efusiones directas del espíritu que los anima.
Modificó también El Greco su pincelada, que se hizo pequeña y afilada, formando un vibrante tejido cromático. A fines de 1596 El Greco emprendió una nueva etapa, caracterizada por la pintura de retablos como el del Colegio de Doña María de Aragón en Madrid, concluido en 1600 y disperso en los Museos del Prado, de Villanueva y Geltrú y de Bucarest, y el de la capilla de San José, en Toledo, todos con lienzos de proporciones alargadas en que prescindió del natural para preferir lo desproporcionado. En estos años finales del siglo y en los primeros del siguiente creó sus retratos más íntimos y maravillosos, como el del Cardenal Niño de Guevara o el de Fray Hortensio F. Paravicino y desarrolló una fase final en que pinta con pincelada larga, desdeña las veladuras y busca la extrema movilidad y expresión en todo. A ella corresponden el San Bernardino, varios apostolados, el conjunto del Hospital de la Caridad en Illescas y algunos cuadros de tema profano como el Paisaje de Toledo, visión entre sueño y realidad y el Laooconte escena delicada e inmaterial hasta llegar a la abstracción externa en la Visitación.
Tuvo pocos colaboradores y por ser su arte tan extremadamente personal, fueron muy pocos los discípulos y escasa su influencia.