El Retrato de Mona Lisa o La Gioconda por Leonardo da Vinci, puede considerarse, sin temor a incurrir en exageración alguna, como la obra de este género pictórico más célebre que existe en el mundo. A las calidades pictóricas del cuadro se suman una serie de elementos, anecdóticos e históricos, que no hacen sino aumentar su popularidad a todos los niveles de público. Ello explica que cuando el retrato fue cedido temporalmente por el Museo del Louvre, para su exposición en Tokio y Moscú (1974), gozara de una audiencia jamás alcanzada por ninguna otra obra artística, lo que provocó en ambas ciudades problemas de regulación del flujo de visitantes. Su salida, por otra parte, dio lugar a una aguda controversia en el seno de la opinión pública francesa, que contempla el cuadro como la pieza capital que posee el primer museo del país.
La historia de este retrato ofrece algunos puntos oscuros. Se supone, de acuerdo con un dato aportado por Vasari, que su modelo sea Mona (apócope de Madonna, es decir, señora) Lisa, nacida en Florencia en 1479 y casada en 1495 con el Marqués del Giocondo; de ahí el segundo nombre del cuadro. Tal identificación no goza del consenso de los historiadores del arte.
Cuando el cardenal de Aragón y su secretario, Antonio de Beatis, visitaron a Leonardo en Cloux, cerca de Amboise, tuvieron ocasión de contemplar el retrato que había sido pintado por encargo de Giuliano de Médicis. El aserto parece hallarse en contra de la identificación con Mona Lisa, de no ser que dicha dama mantuviera relaciones amorosas con el personaje. Consta que Leonardo no se separó jamás del cuadro; desde la fecha de ejecución, también discutida, lo llevó consigo de un lado a otro. Ello abona la suposición de que el pintor trabajara en él durante varios años, de acuerdo con un concepto perfeccionista típico de su mentalidad. Su ejecución acusa en efecto una técnica minuciosa y reiterada en la que resulta imposible distinguir la individualidad de las pinceladas. Gracias a ello posee una morbidez y unidad difícilmente igualadas en la historia de la pintura.
La tersa calidad del rostro, con su enigmática y equivoca sonrisa, el diáfano modelado de las manos y el extraordinario verismo de los efectos de luz sobre las telas son producto de un procedimiento exquisito, de una insinuada insistencia y de un criterio científico aplicado a la captación de la realidad.
En términos conceptuales, La Gioconda constituye la expresión pictórica de un ideal de belleza que combina el gusto por la forma sofisticada y la expresión de las vivencias del personaje. A su personalidad enigmática añade el artista un paisaje sin duda simbólico, cuyas dilatadas distancias y sentido casi onírico aspiran a constituir una imagen del universo. Según Vasari, Leonardo no consideró que el cuadro estuviera terminado, asertó que ha de ser aceptado con prudencia y que en modo alguno justifica las característica del paisaje de fondo.
La Gioconda pasó a formar parte de las colecciones reales francesas probablemente en época de Francisco I, monarca que tuvo que adquirir el retrato a Melzi, ejecutor de la testamentaria de Leonardo. Su presencia en Fontainebleau está registrada en los escritos de varios autores en los siglos XVI y XVII, el dato más antiguo se debe asimismo a Vasari. Se sabe que cuando el duque de Buckingham acudió a la corte francesa para pedir la mano de Enriqueta en nombre de Carlos I de Inglaterra, expresó tenazmente el deseo de su señor por poseer el cuadro. Luis XIII no accedió a tal petición. Napoleón también consideró La Gioconda su obra favorita, instalándola en sus apartamentos privados de las Tullerías, hasta que en 1804 la hizo trasladas al museo. No puede olvidarse en la historia de esta pieza el hecho de que, en agosto de 1911, fue robada del Salón Carrée por un obrero italiano llamado Vicenzo Perugia. El suceso conmocionó a la opinión pública, tanto más por cuanto que el retrato no fue descubierto hasta 1913 en Florencia. Su exhibición inmediata en el Museo de los Uffizi, en Roma y en Milán, antes de su retorno al Louvre en diciembre del mismo año, dio base a toda suerte de historias sensacionalistas, carentes de toda base, según las cuales el cuadro recuperado no sería el original.
Los especialistas en la pintura de Leonardo Da Vinci no se hallan de acuerdo respecto a la época de ejecución de La Gioconda. En los diversos estudios críticos publicados sobre el pintor se proponen fechas que oscilan entre 1503 y 1513. Tomando en consideración que el artista trabajó en este retrato durante un periodo dilatado de tiempo, aparece como hipótesis más sólida la que data la obra entre 1503 y 1506.
Virgen con el Niño y Santa Ana
Otra de las obras de Leonardo da Vinci que posee el Museo del Louvre es la Virgen con el Niño y Santa Ana, pintura que, como la anterior, fue admirada por el cardenal de Aragón en el castillo de Cloux y reseñada por su secretario, Antonio de Beatis, en 1517. La historia del cuadro puede seguirse en alguna de sus etapas. Su ejecución debió iniciarse hacia 1501, puesto que a esa fecha corresponde el cartón del mismo tema que posee la Galería Nacional de Londres y debió de interrumpirse durante varios años, probablemente hasta el establecimiento de Leonardo en Milán en 1508. La segunda fase de realización pudo prolongarse hasta 1512; de todas formas, la composición quedó inconclusa, ocupándose una mano distinta de la del maestro de completar la figura del cordero, que posiblemente estaba tan solo manchada con un color neutro. A la muerte de Leonardo es seguro que la obra pasó al monarca francés dado que aparece descrita por Paolo Giovio en el estudio de Francisco I en Fontainebleau. Pero algún tiempo después tuvo que ser regalada por la Corona a algún ilustre personaje; en 1636 aparece el cuadro en la localidad piamontesa de Casal, donde lo adquiere el cardenal Richelieu. Siete años más tarde, era ofrecido de nuevo a Luis XIII.
La composición de esta pintura sobre tabla contiene los elementos fundamentales de un manierismo embrionario. Las figuras de la Virgen y Santa Ana, superpuestas, dan lugar a una integración de formas de estructura muy completa. El equilibrio de masas ha sido perfectamente estudiado y resuelto a base de disponer a la Virgen en una curiosa actitud flexionada. Las luces que modelan los rostros proceden de una fuente indeterminada, lo que proporciona a los mismos un cierto carácter irreal. Como en La Gioconda, halláramos en esta obra una técnica de extraordinaria perfección, compuesta por pinceladas ligeras que carecen de individualidad. La capa de pigmento es de tal ligereza que en algunos puntos permite ver el dibujo preparatorio. Tras la limpieza efectuada en 1953, el paisaje de fondo ha recuperado sus valores cromáticos y su condición evanescente.
Virgen de las Rocas
Casi todas las obras de Leonardo plantean problemas críticos e históricos. No podía ser una excepción la Virgen de las Rocas, pintura de la que existe otra versión en la Galería Nacional de Londres. El ejemplar del Louvre muestra, junto a la figura mariana, las del Niño, san Juan Bautista y un ángel de apariencia andrógina. Su origen es incierto; el estilo es característico de la etapa florentina del maestro, lo que hace suponer fuera pintada antes de finales del 1482, y con destino a una iglesia de Florencia, ciudad cuyo patrono es San Juan Bautista. La versión de Londres estuvo durante el siglo XVIII en la iglesia del hospital milanés de Santa Catalina allá Ruota, acompañada por dos tablas con representaciones de ángeles que formaban tríptico con ella. Tal circunstancia identifica la obra con la descrita en un contrato fechado en 1483, por el cual Leonardo se compromete, con la ayuda de los hermanos evangelista y Giovanni da Predis, a ejecutar una Madonna para la iglesia de San Francisco Grande de Milán. El encargo dio origen a un pleito motivado por el desagrado que produjo en el cliente la primera versión entregada por Leonardo y sus colaboradores. En cualquier caso, una Virgen de las Rocas figuraba en dicha iglesia milanesa a finales del siglo XVI. Todo ello induce a suponer que la pieza del Louvre sirvió de modelo a la de Londres, cuyas tablas latearles no son de la mano del maestro.
Diversos elementos iconográficos sustentan la hipótesis de que la Virgen de las Rocas de Paris fuera compuesta a la demanda de un encargo florentino. En primer lugar, la importancia que cobra la figura de San Juan Bautista niño, cobijado bajo el manto mariano y su presencia subrayada por la actitud del ángel que lo señala con su dedo índice. En segundo lugar, la presencia, en primer término, a la izquierda de una planta de lirios, la Iris florentina que posee un sentido emblemático.
El detalle de la cabeza del ángel que aparece en la Virgen de las Rocas permite el examen de la técnica de ejecución y del estado de conservación de esta obra. Su rostro, se recorta sobre un fondo en penumbra, modelado por una fuente luminosa que tiene su origen a la izquierda de la composición e incide particularmente sobre la figura de San Juan Bautista niño. Los volúmenes de los rasgos han conseguido por un procedimiento de sfumato comparable al de la Gioconda que establece una suave transición entre áreas de color, opuesta a la dureza casi escultórica de la pintura de los comienzos del Cuattrocento. El método constituye una innovación de la que habría que beneficiarse la pintura posterior a Leonardo. Por otra parte, el detalle pone de manifiesto un cierto ennegrecimiento y pérdida de transparencia del pigmento, ocasionado por el proceso de envejecimiento de los materiales que utilizó el maestro.
(Información extraída de La pintura en los grandes museos / texto, Luis Monreal, 1976- )