Cultura, etimológicamente, viene de colo, cultivar. Así ha quedado el término en numerosas palabras que se usan con toda propiedad y claridad: agricultura, floricultura, piscicultura, etc. Cultura es cultivo, lo que implica un proceso, no un acto único y terminado en sí mismo. La cultura de la tierra implica siembra, riego, abono, cosecha.
Metafóricamente, el término pasó al cultivo, en el hombre, de las dimensiones humanas. Se habla, también con toda propiedad de cultura literaria, política, técnica, religiosa, etc. Un hombre cultivado (o culto) en cualquiera de estos sectores quiere decir un hombre que ha desarrollado un proceso similar al de la cultura agrícola: siembra y cosecha. Nadie es culto en un día, la cultura requiere profundidad, raíces. Una cultura “general” es, con frecuencia, solo una forma de incultura.
La deformación de la cultura personal es la erudición, en su significado peyorativo. En realidad, erudito es el que sabe, el culto. Es el que ha quitado de sí lo rudo. Sin embargo, en el uso común, erudito significa también aquel tipo de saber que está desconectado de la vida, de la realidad tal y como ocurre. El erudito lo suele ser en una rama o parcela del saber; y el centrarse demasiado en su actividad, corre el peligro de desconocer las demás.
Todo lo anterior sirve para ilustrar el sentido personal de cultura. Pero actualmente domina otro significado, que genéricamente, podría denominarse inicial. En ese sentido, cultura es el tesoro o tradición colectiva que informa la vida de los individuos; cultura incluye rasgos típicos, realizaciones concretas, etc. Es, en el fondo, lo que permite hablar de cultura helénica, románica, francesa, española, medieval etc.
Algunos autores han propuesto una distinción entre civilización y cultura. En el concepto de civilización entrarían solo las realizaciones materiales, técnicas, dejando para cultura lo que supone un cultivo social del espíritu. En realidad, esta distinción se sostiene con mucha dificultad. De hecho, se ha impuesto poco a poco el sentido antropológico-social de cultura que incluye todas las realizaciones del hombre como ser social.
Por otro lado, una vez impuesto este sentido genérico, las diferencias entre las distintas corrientes antropológicas son muy marcadas. Para la escuela culturalista, la cultura proporciona modelos hasta el punto de que se puede hablar de una “personalidad aceptada” creada culturalmente y recibida por la mayor parte de los individuos de esa cultura. Así, Linton define la cultura como “la configuración de los comportamientos recibidos y transmitidos en una sociedad particular”.
La escuela funcionalista tenderá, por su parte, a entender la cultura como “un conjunto de respuestas a los problemas vitales” (así, L. Thompson).
Es difícil llegar a un acuerdo. En su monumental Culture. A critical review of concepto and definitions, Kroeber y Kluckholn recogían nada más de ciento cincuenta definiciones. En el fondo llegados a este punto, no hay más remedio que aceptar una definición genérica que hacía ya Taylor en 1871: “La palabra cultura o civilización, tomada en su sentido etimológico más amplio, designa ese todo complejo que comprende a la vez las ciencias, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y las demás facultades y hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad” con el inconveniente de que una descripción tan extensa, al incluir todo en el término cultura, termina por hacerlo inoperante.
Además, la anotación final de Tylor tampoco es inocente “en cuanto miembro de la sociedad” puede tener un significado simplemente descriptivo; pero no solo eso, puede querer decir que el hombre no es nada sin sociedad. Y esto es ya una definida posición filosófica fácilmente asimilable a la dirección marxiana. Se obtiene así que no existe un sentido neutro de cultura. Lo que en definitiva se entienda por cultura depende de lo que se entienda por hombre. No es ninguna afirmación banal. Por ejemplo, para el marxismo, la cultura forma parte en cierto modo de esa superestructura determinada por la estructura económica, por los modos y relaciones de producción; lógicamente, porque el hombre (o la humanidad) no es, para Marx, sino el conjunto de la actividad humana que transforma la naturaleza transformándose ella misma, ya que el hombre es parte de la naturaleza. La auténtica cultura para Marx, es aquella en la que el proceso de transformación y de autocreación puede hacerse directamente, por todos, sin divisiones, sin clases. Lo demás será, en este estadio de la historia, cultura burguesa.
Desde otro punto de vista cabe hablar de una cultura científica, es decir, de aquella que está implícita en la idea de que todo lo que el hombre puede llegar a ser le estará dado solo y exclusivamente por el desarrollo de la ciencia experimental, de la ciencia tangible sobre lo tangible.
Es sintomático que ni en la cultura ni en el progreso científico haya sitio para una cultura espiritual del hombre en sentido propio, es decir, para el cultivo de aspectos o dimensiones humanas que transcienden la simple terrenidad o aquendidad. Y es que resulta imposible definir o entender la cultura, en un nivel adecuado de profundidad, cuando se prescinde de un nivel adecuado de profundidad, cuando se prescinde de una concepción antropológica en sentido filosófico. La antropología cultural puede suministrar el catálogo de las culturas humanas, es decir, de los modos en los que el hombre ha dado respuestas a sus necesidades. Pero de ese catálogo no se pasa a una concepción del hombre. Esta concepción es algo previo en esas culturas que estudia el antropólogo. El esquimal o el apache, el pigmeo a la vez que edifican la propia cultura, lo hacen de acuerdo con un concepto determinado de hombre.
Se puede concluir defendiendo la necesidad de hacer siempre compatibles dos significados de cultura: uno propio de la antropología social (o cultural) y otro que corresponde a la antropología filosófica. Se trata de dos caminos que pueden intentarse a la vez, seguros de que coinciden, ya que en el fondo se trata de una misma cosa en una relación intrínseca de aspectos incluidos.
(Gómez Pérez, Rafael: El desafío cultural, 1983)