En el prólogo que Zola escribió para la segunda edición de Thérèse Raquin (1868), estableció las bases teóricas de lo que había de ser la novela experimental o naturalista: “el estudio del temperamento y las modificaciones profundas del organismo bajo la presión del medio y las circunstancias”.
El naturalismo surgió de la confluencia de una corriente literaria con otra científica e ideológica y aspiraba a crear una novela científica. Reunido en torno a Zola, “el grupo de Médan” dio con la colección de relatos Las veladas de Médan su manifiesto naturalista. Unos diez años después, la mayoría de estos escritores, incluidos el propio Zola, habían abandonado, en mayor o menor grado, los principios programáticos de la escuela.
No puede hablarse de un naturalismo español en sentido estricto, pero el esplendor de la novela en el decenio de los ochenta, solo puede explicarse teniendo en cuenta el ejemplo del naturalismo francés.
En los narradores españoles no hay la aceptación programática de los principios de la novela experimental; cabe, sin embargo, aplicar la denominación de naturalistas, a los autores – Galdós, Pardo Bazán, Clarín y el catalán Oller, que adoptaron con personal originalidad métodos de la escritura francesa. Hacia 1890 la influencia naturalista es desplazada por el intento de crear una novela de base sicológica y espiritualista, pero años más tarde sus huellas seguían presentes en Blasco Ibáñez y V. Catalá.
Aunque resulta difícil hablar de un movimiento naturalista en los países hispanoamericanos, pueden señalarse fácilmente autores con clara influencia del naturalismo francés: los argentinos Cambaceres, J. Martel y, más adelante, Gálvez; los chilenos Orrego Luco y Edwards Bello; los mexicanos F. Gamboa y Azuela, en sus primeros libros; el cubano C. Loveira, el uruguayo Magariños Solsona, el puertorriqueño Zeno Gandía, el venezolano M.E. Pardo y otros.