El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
El tiempo, ciertamente, es un campo del que se han alimentado los literatos desde los inicios más remotos. Partiendo con Homero y viajando hasta nuestros días, volver la vista atrás siempre ha fascinado al creador. Narrar las andanzas de Ulises o cantar sobre la hibris de Aquiles no es sino un ejercicio mítico que reinventa el pasado perdido en ese río que arrebataba a Borges; es tratar de dar un origen o un significado a la titánica epopeya del ser humano sobre la tierra. Un significado, además, mutable. Los románticos, allá en el siglo XIX, reconvertían Oriente en una tierra exótica llena de fábulas misteriosas; y los lejanos y penosos siglos medievales cimentaban las estructuras ideológicas sobre las que se asentarían los sentimientos nacionales de las potencias destinadas a desatar el caos en el agorero siglo XX. ¿Y ahora? ¿Qué ocurre al mirar hacia atrás? ¿Encuentra la literatura en el pasado un vehículo más esperanzador que el presente especulador que nos amordaza con falso arte?
La respuesta no tendría cabida en esta humilde reseña e, irónicamente, la dará el propio tiempo. Y sin embargo, ¿no es necesario hacerse preguntas aunque las respuestas sean lejanas? La literatura debe crear, siempre, un picor en el hipotálamo, y eso es lo que suscita la primera lectura de 10 horizontes para una tierra de versos, el nuevo poemario de nuestra autora alicantina Avelina Chinchilla.
Hace tiempo escuché a Irvine Welsh hablar sobre literatura. Defendía que el oficio literario es capaz de narrar la historia en términos objetivos desde la mirada única de un ser humano particular. Así, a través de un bolígrafo anónimo llegamos a la verdad absoluta que nos afecta a todos. Asistiremos a este fenómeno en 10 horizontes para una tierra de versos. Si el paso del tiempo es la temática por excelencia del poemario, el difícil ejercicio de transmutar lo concreto en universal se convierte en el aceite que engrasa cada verso. El poemario se presente estructura en diez partes, cada una dedicada a una tierra, una motivación sobre la que esculpir esa cosmovisión lejana y cercana a partes iguales.
En el universo de Avelina, la maternidad son los dedos de una madre acariciando a su hijo, y también los dedos crueles de los hombres que arrancan el color verde del mundo, provocando el lamento y la decepción de Gaia. Observémoslo en dos de los poemas más nutridos del libro, Decir madre y Madre tierra:
(…)
Decir madre es decir infancia,
noches de desvelos, nanas y arrullos
al calor de su pecho.
Decir madre es decir siempre,
amor en estado puro.
(…)
Pero vosotros, mis hijos más ingratos, me explotáis,
me abusáis, me esquilmáis, me contamináis…
Ni me reconozco convertida en este estercolero.
Soy una vieja prematura y mis pechos están yermos.
Agonizo. Socorredme pronto.
Yo, vuestra madre Tierra.
Grupo Tierra da voz a aquellos que luchan a favor de los derechos sociales y el verso de Avelina sabe criticar donde más duramente duele: el ecologismo (como hemos podido comprobar en el fragmento anterior) y el conflicto de los refugiados queda patente a lo largo del poemario.
En el campo de refugiados
un sol mortecino
se desvanece tras el horizonte
y la glacial belleza de la noche
da a los apátridas su abrazo mortal.
La interdisciplinariedad también tiene su hueco en 10 horizontes para una tierra de versos, dedicando Avelina dos de sus focos al arte y la música, con sendos homenajes a ambas disciplinas a través de referencias de la talla de Chopin, Bethoveen u obras emblemáticas como El escriba sentado.
Humilde escriba
que soportabas
sobre tus hombros
el peso del Imperio,
El definitiva, 10 horizontes para una tierra de versos es una obra en la que el tiempo se postula como el protagonista indiscutible, sin embargo, la nostalgia que emite el imaginario poético de Avelina puede entenderse como una bella y triste añoranza o como la experiencia del que se sabe con los pies en la tierra y en su presente. Una dualidad siempre enriquecedora al hablar de literatura.
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