Entre los críticos contemporáneos, el juicio más afirmativo y completo quizá sea el de Valbuena Prat, en su Historia del teatro español (Barcelona, 1956); <<es difícil encontrar un drama en el teatro universal tan rico en tipos diversos; en ambientes y paisajes de todo orden>>; <<la escena con don Alfonso en la celda de don Álvaro>> – ya elogiada por Azorín – <<es uno de los ejemplos más medidos de ciencia dramática hecha vida>>.
La obra es típica de un mundo desorbitado, de problemática sin solución: don Álvaro es un <<preexistencialista>>.
Más que de preexistencialismo en don Álvaro, podría hablarse de neorromanticismo en los existencialistas de nuestro tiempo.
Por otra parte, la angustia metafísica y el dolor cósmico reaparecen siempre en los momentos de crisis.
Crisis de fe o de ideales. Vacilaciones, en verdad, no manifestadas, ni posiblemente sentidas nunca por el católico Duque de Rivas, forjador animoso de su gran destino.
Joaquín Casalduero ha hecho un penetrante y detenido análisis del drama, en sus Estudios sobre el teatro español (Madrid, 1962).
Comienza subrayando el extraordinario número de sus personajes – unos 56 – y su variedad, pues cada uno refleja <<un estado social diferente y al mismo tiempo modulación diversa de la unidad del destino.
El Duque de Rivas, como los románticos en general, se propone abarcar al individuo por completo, pero no de una manera total, sino parcial, y a la sociedad en su particularidad, apoyándose precisamente en los extremos>>.
Examina las peculariedades de estilo y métrica, la comunión del hombre y el paisaje, las notas pintorescas, la exaltación pasional, el tema de la venganza, el tempo frenéticamente acerlerado de la acción… Casalduero termina por acercarse a la explicación existencialista del drama, si biencon matices religiosos.
Francisco Ruiz Ramón, por el contrario, tiene una opinión bien distinta (Historia del teatro español, 1967). Considera la obra falta de verdad, una pura abstracción lejos de la realidad del mundo.
De belleza meramente formal, se caracteriza por su intensa teatralidad en un <<puro y desnudo juego teatral>>.
En suma, le faltaría autenticidad: No creemos que en Don Álvaro exprese el Duque de Rivas su concepción del mundo entre otras cosas porque no hay, en rigor, mundo.
El héroe romántico del drama romántico español es un personaje de drama, no la encarnación del drama de una persona>>.
Últimamente, Roberto G. Sánchez encuentra positivos méritos en el drama controvertido (Cara y cruz de la teatralidad romántica: Don Álvaro y Don Juan Tenorio).
El Duque de Rivas habría anticipado la incorporación del actor a decorado, la iluminación y el ambiente. Destaca los valores pictóricos (escenográficos) y verbales de los dos grandes dramas románticos españoles.
Su estructura musical y proyección histórica las habían de aprovechar los geniales renovadores de nuestra escena en el siglo XX – Valle Inclán, García Lorca – en su afán de escapar del <<realismo>> benaventino.
Entre cómicas pinceladas de costumbrismo, expresadas en lenguaje coloquial y escenas de sangre, recitadas con altisonancia patética, Don Álvaro tiene algo del esperpento.
El plasticismo y riqueza de matices en la escena final del drama de Rivas sería como el símbolo de una visión teatral unificadora que mantiene en juego y equilibrio lo histórico, lo pictórico y lo musical.
En mi opinión, el gigantesco despliege de la escenografía contemporánea, el misterio siempre acuciante del futuro y la desolación del mundo en que vivimos, por la quiebra de creencias y sentimientos tradicionales, coadyuvan a la permanencia y virtualidad del drama del hombre desolado.