Toda la crítica que se ha encarado con Luces de Bohemia ha intentado destacar de una u otra manera el aire de queja, de protesta que el esperpento encierra.
En verdad, pero también lo es que no se sabía con certeza contra qué o quiénes iba dirigida la protesta.
Es indiscutible que con esa queja Valle-Inclán se incorpora al quehacer de sus colegas de generación, asateados por la preocupación de España.
Mirando desde fuera, y en una primera ojeada, nos encontramos con un Valle-Inclán que, ya saturado de una literatura preciosista, de princesas, salones, aristocracia, opulencias, etc., siente, como todo creador puro ha sentido alguna vez, la necesidad apremiante de las visiones directas, sencillas.
El contorno al cual Valle ha vuelto su mirada, lejos de literaturas, era una España caduca, sin aliento, sin ética. Una España que era la caricatura de sí misma.
Es entonces, cuando la realidad circundante duele, o se presenta como una pena agravada y en presente, cuando querríamos perfeccionarla, volver a llenarla de sentido, darle el hueco justo y preciso que se merece.
Y la realidad maltrecha se desgrana entre amargores, dejando ver los perfiles rotos de los figurones políticos, de la trampa social, de la inmoralidad administrativa. Esa es la España que aparece en Luces de Bohemia, una España sorprendida en trance de ruina, en desmoronamiento irremediable.
De ahí el continuo lamento que se desgrana página a página del libro. De esa crítica no se libra nada. Desde el Monarca hasta el último plebeyo, el bohemio que no tiene asidero en la vida.
Lo verdaderamente desolador del esperpento inicial es ese desfile claudicante de gentes sin meta, sin alientos, ni futuro.
Todo es una crujiente cáscara. Detrás de esa cáscara, y es preciso decirlo aprisa y alto, el afán reformador, el ansia de un <<esto no puede seguir así, esto no sirve>>.
Precisamente esa es la diferencia fundamental entre la crítica valleinclanesca y la de sus compañeros de generación. Hacia 1920, la protesta de los jóvenes escritores del 98 ya no tiene sentido. Está superada, eliminada.
Luces de Bohemia arremete contra <<toda>> una sociedad. Es, sin duda, la primera gran obra literaria española contemporánea en que desaparece el héroe, en que se olvida lo biográfico o argumental, personal, de devenir individual, para que sea una colectividad entera su personaje.
De ahí ese repertorio múltiple y variopinto de sus héroes, procedentes de tantas escalas sociales, unos citados para ser puestos en sangrante evidencia, otros colocándose ellos mismos ante nuestros ojos con un egoísmo, su frivolidad, su palabrería vacua.
No poder ver en la sátira de Valle-Inclán un ataque contra una España trashumana y fantasmal, como era la de Azorín, la de Unamuno, sino que es más profunda.
Ataca por igual a todos los que participan de una manera o de otra en las circunstancia. No se trata de una queja contra instituciones o contra personalidades, ni contra supuestos previos.
Es una queja total, en la que se ve, por primera vez una crítica colectiva. La lección de Valle ya no puede ser discutida: todos hemos de ser co-solidarios, co-responsables de nuestra verdad histórica, de la realidad política, vital y humana en la que nos tocó vivir.
El lazo que le une a Goya, tan traído y llevado a propósito del esperpento, no es tanto el interés por los monstruos como el destacar que se trata de una totalidad: España, en la que caben o deben caben todos, desde la dinastía hasta el último ciudadano.
Enfocadas desde este ángulo las cosas, cambio mucho y se aclara el sentido de la crítica valleinclanesca.
Asimismo a la burla de la bohemia, tan inoperante y estéril. Contemplamos la esquemática alusión a personajes desaparecidos y a personajes vivos, a los malos procedimientos de la administración, a los concursos literarios banales y con resultados de abrumadora mediocridad; asistimos a diálogos sobre la inutilidad de los servicios públicos, los tranvías, las comedias, los malos comediantes, las lecciones académicas.
Oímos complacidamente el desajuste inarmónico entre las relaciones sociales. Nos anonada por su exageración grotesca la actitud de la colectividad ante las campañas africanas.
Son puestos en la picota artística al ser enjuiciados artísticamente. Se citan bailarinas, toreros, poetas fracasados y aferrados a su propio fracaso como a un deporte inevitable…
Y oíamos al industrial pequeño y alicorto, y al agente de la autoridad, y al sereno, y a los porteros solemnes de los ministerios, y al joven ingenuo que sueña todavía con la inmortalidad literaria, y a las busconas de la calle fría y desamparada…
Y hasta a los animales domésticos. Una multitud que funciona como puede, en el engranaje de las horas lentas, irremediables, del vivir pesaroso, apenado, angustiado, de la pobreza, de la marcha hacia la nada total.