Esta colección de libros en crecimiento incesante necesitó con los años numerosas diligencias para encontrarles digno acomodo.
La enconada lucha que el niño Marcelino empezó a sostener con su madre porque ésta veía llenarse de libros muebles destinados a usos caseros, animó a su padre a cederle unos estantes nuevos añadidos a su propia librería. Esto era en 1867, cuando el niño tenía once años.
Los estantes se agotaron pronto y en 1872 hubo que adosar dos cuerpos nuevos a esa misma librería. Que al quedar también pequeños, dieron paso en 1877 a una habitación entera acondicionada para biblioteca en el último piso de la casa.
Todo quedaba desbordado en poco tiempo y ya no hubo más remedio que salir afuera. En 1884 su padre construyó un pequeño pabellón de una sola planta en el jardín que se extendía delante de la casa hacia el sur.
Fue una sorpresa tan grata para él ya sabio bibliófilo que no solo el pabellón sino todo ver en él bien colocados sus libros no le dejó callar su entusiasmo y así escribía a G. Laverde el 10 de enero de 1885: “He instalado ya mi biblioteca en el pabellón de mi casa de Santander. ¡Qué buena colección de libros filosóficos españoles tengo allí!” y también a Laverde en 27 de julio del mismo año: “Ya tengo colocados todos mis libros en la biblioteca que he hecho en el jardín de esta casa, donde hay todo el fresco y todo el reposo necesario para trabajar. Tengo ya cerca de 8.000 volúmenes”.
Pero los libros seguían creciendo por miles y hasta el pabellón independiente quedó pronto atestado. En 1892 fue necesario ampliarlo o más bien hacer uno nuevo, que sería ya el definitivo en vida de Menéndez Pelayo.
Estructura de la Biblioteca
Constaba este de tres naves oblongadas de este a oeste, la central más alta que las otras dos con la entrada desde el jardín por el norte, lo cual conseguía que la fachada sur, que, debido al desnivel de la calle Gravina, terminaba en una solana en piso alto, con la planta baja destinada a almacén, fuera más secreta y resguardada.
Por ello en este fondo último se hallaba como el sagrario de la Biblioteca: el despacho de Menéndez Pelayo en el ángulo sudoeste, y en el ángulo de enfrente los fondos más valiosos.
Edificio sencillo, pero pocos bibliófilos hubieran podido presumir de tener su biblioteca en pabellón amplio y propio separado de la vivienda. Y el pabellón, y sobre todo su contenido, adquirieron fama y renombre, a remolque sin duda del de su propietario.
El gran poeta hispanoamericano Rubén Darío, en una de las crónicas que envió al periódico La Nación de Buenos Aires, dando cuenta del libro-homenaje que los eruditos nacionales y extranjeros ofrecieron a Menéndez Pelayo al cumplirse los 20 años de haber ganado la cátedra de la Universidad de Madrid, después de definir a aquel hombre como “el cerebro más sólido de la España de este siglo”, añadía:
“Tiene una biblioteca valiosísima allá en Santander donde pasa los veranos”. Era un hecho notorio, digno de memoria e inseparable ya de la biografía de Menéndez Pelayo.
Rodeado así de libros reunidos conscientemente para llevar a cabo su obra de investigación, y con el despacho silencioso en medio de ellos, era lógico que Menéndez Pelayo tuviera una irresistible querencia por este santuario.
La paz bucólica que en él se respiraba invitaba al trabajo y despertaba la inspiración, y Menéndez Pelayo cedió a la querencia prolongando a menudo sus estancias en Santander más tiempo de lo que sus obligaciones en la capital consentían.
Aquí en este despacho escribió la mayor parte de sus obras, y aquí recibía a los amigos. Si alguna vez su amiga la marquesa de Viluma le regañaba en sus cartas por permitir que le robaran su tiempo precioso los visitantes impertinentes, aunque bien se explica – añadía – porque con tal de que le alaben sus libros y con quienes, eruditos como él, podía solazarse contemplando y describiendo sus riquezas. Algunos de estos amigos, Pedro Sánchez, José Ramón Lomba y Pedraja, nos han dejado sabrosas descripciones de lo que era la Biblioteca en vida de su dueño.
“El edificio – dice José Ramón Lomba y Pedraja en 1906 – consta de tres naves, y la del medio es más ancha, más alta, más clara y más hospitalaria para el visitante estudioso que las otras dos.
La luz invade el recinto por vidrieras espléndidas; situadas en lo alto; dos enormes mesas de nogal ocupan el centro; en derredor, sin dejar más hueco que el de las puertas que dan paso a las salas laterales, los estantes suben hasta la bóveda. Los más bajos se sirven desde el suelo; dos escaleras y un balconcillo en cornisa dan acceso a los superiores.
La Sala del Sur es el arca del tesoro. Allí están los códices preciosos, los ejemplares rarísimos. En ella al ángulo S.O. del edificio, separado de lo restante por una puerta, está el estudio del Maestro.
Le veréis siempre revuelto y en desorden, libros apilados, cuartillas, pruebas de imprenta, cartas, sobres, tarjetas, plumas, partidas, tinteros que se desbordan …¡una leonera inteletual! Tiene su puesto insigne en el mapa literario de España. Salieron de allí los prólogos de “Lope”, los de la “Antología”, la historia de la novela… ¡Chitón! (…). Y esta biblioteca rica y selecta (…) tiene además (y en esto se aventaja infinitamente a sus similares) un alma viva y propia que habita en ella, un demonio interior que la posee”.