Miguel Hernández tenía 31 años cuando le fallecieron en 1942. Nos legó una obra que, en su edición crítica, incluida la correspondencia, abarca tres millares de páginas. Desde que en 1930, a los 20 años, publicó su primer poema en la prensa local de Orihuela, solo dispuso de 12 años de vida, la mitad de ellos en la guerra y en la cárcel. Desde los 14 hasta los 20 años tendrá que escribir sus poemas sobre el lomo de una cabra.
A partir de 1930 rehúsa categóricamente el oficio de cabrero que quieren imponerle en casa. Consigue abandonar el cayado por la pluma aunque haya de ser la de pasante de notario. Posteriormente, un hombre de letras, José María de Cossío, le integra en su grupo de colaboradores para la redacción de la más famosa enciclopedia taurina.
Será durante la Guerra Civil cuando logre acceder a un indiscutible estatuto profesional de escritor. El año 1937, concretamente, le deparará la doble ventura de verse colmado afectiva y literariamente: contrae matrimonio, tiene un hijo y ve editado Viento del pueblo.
A partir de 1937 correrá una suerte definitivamente adversa, en la guerra y posguerra, con el colofón de un siniestro asesinato a fuego lento en prisión.
Todo biógrafo de Miguel Hernández, es obvio, ha de trazar su trayectoria humana y literaria, pero tanto en uno como en otro recorrido ha de salvar difíciles obstáculos que le ha tendido el propio poeta.
Se impone, de entrada, deshacer el tópico primero y más enraizado que le ha sido suministrado por el mismo Hernández, con su machacona insistencia en una acentuada miseria familiar y personal.
El apelativo de pastor-poeta, tan caracterizador por socorrido, fue una especie de imagen de marca que se inventó él para no pasar desapercibido. Disfrazado de pastor consiguió granjearse la protección de Neruda y Aleixandre, entre otros.
Miguel Hernández no tiene inconveniente en dar una versión de lo que ocurre, según el interlocutor a quien se dirige. Nuestro poeta nunca quedaba fácilmente satisfecho. Ni siquiera cuando conoció una época de relativo desahogo económico al servicio de José María de Cossío.
Tratándose de la relación Miguel-Josefina, el tono se eleva, desde la vanguardia biográfica, a zonas más de orden angelical que humano. Para Concha Zardoya se trataba de <<un amor purísimo>>.
La correspondencia del protagonista de una biografía es fuente de información fundamental. En el caso de Miguel Hernández hay que servirse de ella con precaución y, en resumidas cuentas, su interés es muy limitado, ya que gira esencialmente en torno a sus apuros económicos. Josefina es la destinataria del grueso del epistolario conservado, y Miguel la mantiene ajena a su quehacer poético. Para remate, la escasa dimensión literaria de la correspondencia hernandiana ha sufrido mermas considerables. Solamente conocemos cinco cartas a Carmen Conde y Antonio Oliver Belmás.
Ramón Sijé fue, sin duda, otro corresponsal que gozó de un trato de favor.
¿Cómo era Miguel Hernández? El biógrafo tiene para elegir en una especie de arco iris que va del color oscuro al verde claro, pasando por el azul. Por un lado, tenemos testimonio de personas más allegadas: amigos íntimos, su propia esposa.
El cotejo de dos testimonios sobre un mismo hecho es lo que procede en toda crónica o relato biográfico. En el caso de Miguel Hernández, sobre aconsejable, resutlta con frecuencia una necesidad ineludible. Por ejemplo, Ramón Pérez Álvarez testimonia sobre la muerte de Miguel Hernández:
Muerto Miguel Hernández, le amortaje, le saqué ante la población reclusa formada en el patio general, dejando una calle en el centro, hasta el recinto exterior. La banda de música de los reclusos interpretó la <<Marcha fúnebre>> de Chopin. Eran alrededor de las cinco de la tarde.
No hay duda: Miguel Hernández había alcanzado, tras la Guerra Civil, una buen merecida reputación nacional que obligaba a sus propios verdugos a obrar en consecuencia a la hora de su muerte. Así fue como no pudieron negarse a rendirle el homenaje de la marcha fúnebre.
Nuestro poeta es probablemente el más atípico de la historia de la literatura española. En pocos autores se produce una tal simbiosis de vida y obra, una tan indisociable conjunción de poesía y trayectoria vital. Ambas facetas se presentan en Miguel Hernández tan indisociables que <<es difícil o imposible pensar su poesía sin pensar su vida>>, como ha escrito José Ángel Valente, quien añade: <<Exige o necesita su poesía la noticia del hombre>>.
El ejercicio de la literatura, tanto por parte del lector como del autor, lo preside un <<conócete a ti mismo>> que ambos esgrimen, el uno frente al otro. Al <<muéstrame>> y <<muéstrate>> que pide el lector corresponde al <<mírame>> y <<mírate>> de autor. Las diferencias entre los grandes escritores y los escritores necesarios puede que estribe en la mayor o menor disociación de sensibilidad y receptividad colectiva.
Antonio Buero Vallejo replica involuntariamente a Valente cuando afirma: <<Para mí es Miguel Hernández un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser, por la realidad esencial de sus jornaleros, de su cebolla, de su sudor>>.
La vitalidad y seducción del género biográfico pone de relieve la fascinación que ejerce sobre los lectores un ser único, aislado entre millones de seres, y enraizado en un tiempo y un país especialmente autodidacta. Jorge Guillén no tiene reparo en considerar al oriolano <<un poeta verdaderamente genial, el más genial después de Federico. Su vida y su obra conmueven hasta el asombro y el enmudecimiento humilde>>.
La vida y obra de nuestro poeta han quedado encastradas y definitivamente adscritas al conocimiento más trascendental de la historia de España del siglo XX: la Guerra Civil. Hernández se erigió en Viento de Pueblo en aquella encarnizada lucha de clases. Pablo Neruda, César Vallejo, Rafael Alberti entre otros defendieron la causa republicana : la conquista de la dignidad personal contra la opresión económica de la oligarquía y la ideología de la Iglesia católica. Así es como su nombre conlleva toda la inmensa carga social y humana, colectiva e individual, visible y oculta de esta aguda encrucijada de la historia. Decimos <<Miguel Hernández> y resuena la República española y su asesinato. El asesinato de ambos.
Una obra no puede hacer caso omiso de la vida; ni vida y obra, de la época. Ni la vida, ni la obra, ni la época de Miguel Hernández cobran sentido sin tener en cuenta el papel determinante de la Iglesia católica. Ella le aupó al ejercicio de la literatura y ella le abandonó a su suerte miserable en el infierno de las cárceles franquistas. Fue el precio que le obligó a pagar por pasar, de presunto poeta al servicio de la Iglesia, a poeta efectivo, emblemático, de la revolución.
(Fuente. El oficio de Miguel Hernández / Eutimio Martín)